La competencia y la cooperación son pulsiones esenciales de la naturaleza humana. La competencia impulsa al individuo a desarrollar sus potencialidades y poner en acción su capacidad creativa para reforzar su identidad y apropiar factores de poder. La cooperación le permite enfrentar desafíos que trascienden las posibilidades de la acción individual, y es también un potente motor de creatividad.
La cooperación fue trascendental en épocas primitivas cuando el ser humano contaba con menos herramientas para enfrentarse a las adversidades, y dio origen al leguaje, creación que hace posible, su vez, recurrir a la cooperación como acción consciente y deliberada.
La competencia es responsable del extraordinario desarrollo logrado por la humanidad en los últimos dos siglos, en todos los ámbitos, pero en especial, en el del desarrollo económico. La producción y el consumo crecen aceleradamente, sin límites, y la teoría económica valida los indicadores de crecimiento como medida de la prosperidad de las naciones. El concepto de nivel de vida se equipara al de nivel de consumo.
La cultura que sustenta al modo de producción capitalista ha estimulado y naturalizado el individualismo y la competencia. La posesión de bienes materiales es el principal criterio de éxito personal y, superada la satisfacción de las crecientes necesidades -las básicas, las de status social y las lujuriosas- dominan a los seres humanos la ostentación y la codicia.
Pero la competencia y el crecimiento económico han generado también los demonios que amenazan la vida en el planeta: la crisis climática, la brutal y creciente desigualdad social, el poder de destrucción atómico y el vertiginoso desarrollo tecnológico sin control ético; y han generado también la necesidad imperiosa de un nevo modelo productivo que rescate la cooperación y la equilibre -al menos- con la competencia.
El desafío de la extinción de la vida no lo pueden enfrentar los seres humanos individualmente. Son necesarios acuerdos, consensos, acción colectiva, cooperación. El mercado ofrece soluciones, pero la evidencia señala que la carrera hacia el desastre no se puede detener con mecanismos de mercado. Nos encontramos en una encrucijada histórica en la que, por predominio de la razón y la cordura, o por instinto supervivencia, tenemos que recurrir a la cooperación.
El modelo cooperativo da respuesta a las necesidades humanas, económicas, sociales y culturales, ofrece la filosofía, la ética y el sistema de gestión económica acorde con el desarrollo sostenible. ¿Será el camino? Difícil decir que sea “la alternativa”, pero es, sin duda, una alternativa. Fue lo que reconoció la UNESCO en 20016 cuando proclamó el cooperativismo como patrimonio inmaterial de la humanidad. ¿Será, ahora, la hora de esta gran idea?
Otros interrogantes para los cooperativistas:
¿Generamos en nuestras instituciones los espacios, vivenciales y de reflexión, tendientes a confrontar la cultura de competencia individualista y potenciar la tendencia de los humanos a la cooperación?
¿Hacemos lo suficiente para informar, “especialmente a los jóvenes”, sobre la naturaleza y los beneficios de la cooperación?
Estirando un poco el séptimos principio, ¿debería el movimiento cooperativo, sin perder su esencia, vincularse a un proyecto político de sociedad, sustentable y democrática?